Jesus
was amazed. Jesus didn’t get amazed all
that much, at least not in the scriptural texts we have, and when he did, it
was generally being pleasantly amazed at someone’s faith. But here, he’s amazed
and the emotions that go along with that might be saddened, mournful, lost,
dismayed. He’d come home, to the place
he was most familiar with, the place he might expected comfort, even might look
forward to an enthusiastic welcome; but he finds a lack of faith, a dishonor
that amazes him, shocks him.
Power is
made perfect in weakness, St. Paul tells us, in “weaknesses, insults,
hardships, persecutions, and constraints.”
And Jesus knew weakness, Jesus knew insult. His compatriots try to shame him with his
father’s humble profession, and by referring to him as his mother’s son (an
insult in this society that valued women so little, and a possible jab at his
legitimacy). How wonderful that we have
reclaimed “Son of Mary” as a title of honor, a trope for our Kyries, but that can’t take away from
the hurt of his ‘own’ using it to try to wound.
Jesus, the mighty who could raise from the dead (as we heard in last
week’s reading), consented to know weakness for us.
And that
has power to be comforting for us, if we know that kind of weakness or insult,
hardship, persecution or constraint, that Jesus knows that too. That Jesus freely chose to take that on
himself that we might know he walks with us, sharing our affliction. And his power cannot be totally eclipsed even
by lack of faith. In the weakness that
he shares with us, he still heals. It’s
amazing the way Mark puts it, that he couldn’t do any might deeds, except a few
healings. How much our world needs a few
healings today!
And when
we lament how much our world needs healing, we cannot neglect our own
need. We heard St. Paul’s emotional
confession of his thorn in the flesh, and we don’t know what precisely he was
afflicted by, but we do know how totally he was aware of his need for healing,
how passionately he prayed for it, even though he never let that thorn keep him
from God’s work.
I wonder
what might have occurred in Nazareth if its residents had paid more attention
to their need for healing, and paid more attention to the Son of God, with them
in their midst, and not dismissed him as too mundane, too ordinary. What mighty work might have taken place? But let’s not sit here and critique the
people of Nazareth. What mighty work
might take place on the corner of Olive and Huron this week? What healing might we beg the Lord for, that
we shrink from mentioning? How might we
become better attuned to the presence of God in our midst, in the things we
ignore as too ordinary, too mundane, too humble, to be charge with grace?
Because
God does keep reaching out to us through the ordinary. Ezekiel came to know this when he was
commissioned as a prophet, that whether the people listened or not, God would
keep on sending not angels, but humdrum mortals like Ezekiel (who knew his fair
share of insult, hardship and persecution).
We know it even more powerfully in Christ, that God becomes present to
us in an ordinary looking human. We are
renewed in our awareness in the Eucharist, where God presents himself to us in
people gathered in praise and in ordinary bread and wine offered in love, that
nature is taken up by God to join heaven and earth.
In his
recent encyclical, Pope Francis invites us to learn from St. Francis an
alertness to the presence of God in the ordinary. He reminds us that St. Francis, “whenever he
would gaze at the sun, the moon or the smallest of animals, [would] burst into
song, drawing all other creatures into his praise.” The alternative is the path of the Nazarenes
who rejected Jesus as too ordinary for them.
They lost “this openness to awe and wonder.” If that were to happen to us, we would
develop the “attitude… of masters, consumers, ruthless exploiters, unable to
set limits on [our] immediate needs.”
That’s what the Pope sees as the true origin of environmental
degradation: the loss of the ability to look at nature, at the ordinary, with
wonder and awe. That’s what cost the
Nazarenes the chance at an abundantly blessed encounter with Christ. That’s what could cost us the same, as well
as the health of our planet.
But,
Christ heals. Christ is acting to bring
us back to that awe and wonder. Even faithlessness
cannot thwart Christ’s power and will to heal.
As we give up our pretense at strength, our pride at what we’ve built,
and stand open-mouthed in awe at the grandeur of God that surrounds us, we’ll
notice those holes, those wounds in need of healing, through which God stands
ready to fill us with resurrection life.
Dios se nos acercarse por lo mundano – Mark 6:1-6a, 2
Cor 12:7-10, Ezek 2:2-5
Jesús estaba extrañado de la incredulidad. En la biblia, no leemos mucho de la
incredulidad de Jesús. Cuando si la
encontramos, normalmente Jesús esta extrañado de la incredulidad agradable por
la fe de alguien. Pero en esta historia,
esta extrañado de la incredulidad y es una incredulidad triste, apenada, desilusionado. Había vuelto a su hogar, al lugar donde
esperaba comodidad, tal vez tenía ganas de una bienvenida afectuosa. Pero lo que encuentra es falta de fe,
deshonra por la que esta extrañado de la incredulidad, que lo conmociona.
El poder se manifiesta en la debilidad, según San
Pablo, en “las debilidades, los insultos, las necesidades, las persecuciones,
las dificultades.” Y Jesucristo conocía
debilidad, Jesús conocía insultos. Sus compatriotas
intentan de avergonzarle por la profesión humilde de su padre y por llamarle “el
hijo de su madre” (un insulto en esta cultura que les da a las mujeres tan poco
de valor, y un desprecio posible según su legitimidad). Es maravilloso que recuperamos el título “hijo
de María” como un título de honor, pero este no anula el dolor del uso de la
frase de sus compatriotas para intentar de hacerle daño. Jesús, lo todopoderoso que podía levantar a
los difuntos (como ya escuchamos en la lectura de la semana pasada), consintió a
conocer la debilidad por nosotros.
Y este puede consolarnos, si conocemos las
debilidades, los insultos, las necesidades, las persecuciones, las dificultades,
que Jesús las conoce también; que Jesús en libertad consintió de hacerse cargo
de debilidad para que sepamos que camina con nosotros, que comparte nuestra aflicción. Y la falta de fe no puede totalmente opacar
su poder. En la debilidad que comparte
con nosotros, aún así cura. Como dice
San Marcos, “no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos
enfermos. ¡Qué necesitada esta curación
hoy día!
Y cuando lamentamos que nuestro mundo necesita la curación,
no podemos olvidar nuestra propia necesidad.
Oímos la confesión emocional de San Pablo de su espina clavada en la
carne. No sabemos precisamente que era
esta aflicción, pero si sabemos que cuenta se daba de su propia necesidad de curación,
con que pasión la pidió por oración, aún que nunca la permitía hacerlo
abstenerse del trabajo de Dios.
Me pregunto que habría ocurrir en Nazaret si sus
habitantes pusieran más atención a su necesidad de curación, y al Hijo de Dios,
en el medio de ellos, en vez de desestimarle por demasiado mundano, demasiado
ordinario. ¿Que gran obra habría
ocurrir? Pero, no estamos aquí para
criticar a los habitantes de Nazaret. Preguntémonos,
¿que gran obra puede ocurrir en la esquina de Oliva y Huron esta semana? ¿Para qué curación podemos pedirle a Dios,
que tenemos miedo de suspirar? ¿Cómo podemos
reconocer más fuerte la presencia de Dios en medio de nosotros, en las cosas a
las que desestimamos por demasiado ordinarias, demasiado mundanas, demasiado
humildes para estar llenas de gracia?
Porque Dios sigue acercársenos por lo ordinario. Ezequiel lo supo cuando se lo contrata de
profeta: que si la gente escucha o no, dios sigue enviando a humanos monótonos
como él (que conocía bastante insultos, dificultades y persecuciones). Lo sabemos más fuertemente en Jesús Cristo,
que dios se nos presenta en un humano común.
Lo recordamos en la eucaristía, donde Dios se nos presenta en un pueblo
juntado en adoración y pan y vino ofrecidos en amor: que la naturaleza es
asumida por Dios para reunir la tierra con los cielos.
En su carta encíclica reciente, el Pape Francisco nos
invita de aprender del San Francisco una alerta a la presencia de dios en lo
ordinario. Nos recuerda que San Francisco,
“cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños de animales, su reacción
era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas.” La alternativa es el camino de los Nazarenos
que le desestimaron a Jesús por demasiado ordinario. Habían perdido apertura al estupor y a la
maravilla. Si la perdiéramos nosotros,
nos volveríamos dominadores, consumidores, explotadores de recursos, incapaz de
poner un límite a nuestros intereses inmediatos. Este es lo que dice el Papa es la causa
verdad de la degradación del medio ambiente: falta de apertura al estupor y a
la maravilla en el encuentro con la naturaleza.
Les costó a los Nazarenos un encuentro maravillosamente bendecido con
Cristo. Puede costarnos a nosotros lo mismo,
y también la salud de nuestro planeta.
Pero Cristo cura.
Cristo nos devuelve a la apertura al estupor y a la maravilla. Falta de fe no puede frustrar el poder y la
voluntad de Cristo para curar. Si
renunciamos nuestra pretensión de fortaleza, nuestro orgullo en nuestros
logros, y nos maravillaremos a la grandeza de Dios que nos rodea, podemos ver estos
agujeros, nuestras heridas, por las que Dios está listo para llenarnos con la
vida de la resurrección.
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